Nuestro príncipe se encontraba ensimismado frente a la ventana desde la que se veía la pared abrazada por la hiedra, por donde revoloteaban jugueteando con las hojas un tropel de mariposas. Viendo el cielo azul cobalto, recordaba lo mucho que había rogado a sus padres para que le dejaran bajar a este planeta desde la lejana estrella que habitaban.
Por azar había caído sobre sus manos un libro dedicado a la decoración de una pequeña iglesia donde se representaba el cielo plagado de ángelas y ángeles alrededor de un señor que llevaba una especie de sombrero redondo y amarillento, hacia el que se dirigían todas las miradas absortas de un grupo numeroso y variopinto de personas.
Recibió tal arrebato al descubrir aquellas imágenes, que resolvió ir allá donde se encontrara esa obra pintada al parecer por un terrícola, hacía más de doscientos años; después de muchas conversaciones con sus padres los cuales desaconsejaron el viaje, tanto se empeñó, que ellos cedieron ante el joven entusiasmo de su hijo.
Y llegó a la tierra y tomó la apariencia de un estudiante de arte, venido de un país que carecía de dicha tradición. El choque de nuestro príncipe fue brutal tras descubrir el ruido de las personas que se trasladaban en máquinas inmundas y malolientes, desplazándose de un lado a otro deprisa y a gritos, de como vivían apilados unos encima de otros, consumiendo mucho tiempo en comer, comprando cosas y más cosas que luego tiraban una vez usadas; y sobre todo, le sorprendían sus caras tristes, histéricas, alegres, pensativas...
Aquellos frescos pensaba merecían la pena, pero lo demás dejaba mucho que desear, mientras que los gatos sentados le escrutaban, él les devolvía su fosforescente mirada diciéndose que eso también merecía la pena, al igual que el canto de las aves que los humanos se empeñaban en guardar entre rejas impidiendo su natural vuelo. Él, venido de un mundo en el cual predominaba el silencio y el bienestar, donde se había anulado todo sentimiento de culpa, también de amor y desamor, en el que el tiempo no lo medían los relojes, esos trastos que tampoco acertaba a saber su verdadera utilidad, para él los días y las noches lo regían los astros, no los inventos humanos que según su opinión conspiraban contra la vida, no ayudaban a vivir plenamente sino a ser esclavos de si mismos .
Pero al final de todo lo que constataba a su alrededor siempre volvía aquel espacio magnífico y sobrecogedor, donde reinaba la paz y la armonía en medio de aquella ciudad bulliciosa, solo y solamente disfrutaba de la calma del lugar, lo cual le colmaba con creces todo el resto.