Se fue desperezando sin prisa, el sol lucía en lo alto, el largo invierno tocaba a su fin; después de tanto frio había llegado el momento y decidió que la primavera volviera a su vida.
Aquel accidente de tráfico cambió el rumbo de sus días, de golpe y porrazo se quedó sin familia; la niebla se tragó a su mujer y a sus hijos dejando un inmenso rastro de ausencia. Al quedarse solo, huérfano por todos los lados, con su vida hecha jirones, en carne viva; se refugió en su trabajo, pasando un desierto durante años y años, llorando por dentro sin derramar una sola lágrima hacia afuera. Blindándose con un traje de piedra sin traspasarle nada ni nadie, vacunándose así de cualquier emoción. Absorbido completamente por su labor como profesor de universidad, su total entrega a la docencia hacía que los días transcurridos se parecieran demasiado los unos a los otros, hasta llegar al fin de semana; dedicado a practicar algún deporte, a la lectura y al cuidado de la casa.
Después de aquella fatídica noche, cambió la residencia familiar por un apartamento pequeño en el centro, para ahuyentar los recuerdos que pesaban como potentes losas de piedra. De esta manera sus días grises se derramaban con la languidez de la lluvia sobre los cristales; una mañana se encontraba en su despacho, cuando alguien tocó a la puerta, se trataba de una alumna venida para discutir sobre la nota de un examen con la que estaba en total desacuerdo. Al cabo de un rato, de tirar y aflojar, al pasar unos folios, las manos de ella rozaron las de él, de repente sus miradas se cruzaron. Él empezó a hundirse en el verde de sus ojos color esmeralda como el mar, encendiéndose echando chispas.
A continuación hablaron de lo humano y lo divino hasta olvidar ambos sus respectivos compromisos. Él estaba excitado al regresar a su casa, en su cabeza súbitamente empezaron a relinchar caballos, palomas..., que parecían desbocarse. Se decía: "Pero si podría ser su padre". A sus cincuenta años se le apareció la imagen de su hija y pensó como sería ahora, sintió un nudo en la garganta que desapareció después de tomar una copa.
"Pero bueno si podría ser mi padre", decía ella mientras un montón de mariposas revoloteaban por su estómago, sin acordarse para nada del suyo.
Las visitas al despacho se hicieron frecuentes, así llegó el fin de curso habiéndose dado sus respectivos teléfonos. No habían pasado quince días cuando después de haberse devanado los sesos, venciendo sus miedos, se decidió a telefonearle, pidiendo una cita que ella aceptó encantada.
Desde ese momento fue como si volviera a sus años jóvenes, estaba como loco, como cuando conoció a su mujer; empezó a vestirse probándose este pantalón, este suéter, comprobando la hora..., ella por su parte se encontraba de igual manera, aunque a los veinte años, no necesitas nada, lo llevas todo puesto.
Harto de tantos inviernos pasados, cerró la puerta y encerró la primavera en su piel, bajó a la calle, enfiló la avenida del parque a la sombra de los plátanos frondosos y el olor a hierba recién cortada, bien provisto de cascadas de ilusiones nuevas para ver a su Aurora.
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GREGORIO GIGORRO "Ella" Acrílico y tinta sobre cartón Firmado y fechado en 2013 Medidas : 35 X 50 cm
Aranjuez a 13 de junio de 2013 |