Se abandonaban a los acordes suaves de una melodía dulce, sugestiva, bajo la noche fría y húmeda.
La placita era intima como un patio de vecinos, rota por la rotunda fachada barroca de San Ildefonso a sus espaldas, delante iluminada y majestuosa se erguía la torre de la catedral.
Dieron las campanadas secas, en el reloj cercano del palacio, la música seguía mientras ellos hablaban.
Él estaba sentado en el suelo como si estuviera al borde de una playa, se acercó un niño de nombre Roque, bailarín incipiente, de risueños mofletes, sin duda atraído por la guitarra del chaval, sin mirarse se acordaron de cuando el suyo, les acompañaba al cantarle boleros.
No se dijeron nada, todo estaba ya dicho.
El músico improvisado también podría ser su hijo, sobre todo por edad, pues éste hablaba del arte, de la vida, de historias mágicas que ellos escuchaban embelesados, con esa sonoridad deliciosa si se habla portugués siendo brasileño.
Vieron a la luna amarilla, redonda, colgada del cielo raso.
Se marcharon después de despedirse bajando las callejuelas desiertas y aspirando el silencio.
Conducía temprano con tranquilidad mientras la luna protegida por la bruma se retiraba con sigilo, la insolencia del sol se imponía sobre el horizonte de aquel veinticinco de enero que prometía ser muy luminoso.
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GREGORIO GIGORRO (Boceto para bandeja) Acrílico sobre cartón Firmado y fechado en 2016 Medidas: 30 x 40 cm
A Camila, Justo y Matheus.
En Aranjuez a 2 de febrero de 2016
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