Qué noche tan calurosa la de aquel día de julio cuando nos conocimos en una cena en casa de unos amigos en la calle de Espronceda; estaba dicharachero, daba un montón de detalles sobre la cita en la galería Peironcely, se habían interesado por mi trabajo, yo estaba pletórico de alegría; poco después me dedicarían una exposición individual, "Veraneo en Madrid"; trabajé en dicha galería hasta que la cerraron por jubilación. ¡Ay Madrid, qué recuerdos!
¿Te acuerdas cuando eramos vecinos en Malasaña? Cruzaba la calle cada tarde para invitarte a ver la puesta de sol, en el Templo de Devod, vestidos como si estuviéramos al borde del mar, en un lugar donde éste, no se concibe.
Una vez subimos a la azotea de la torre de Madrid, acompañados por el conserje, gozando de la vista a nuestros pies, de la ciudad esparcida hacía la Mancha y al norte las brumosas nubes parecían comerse a la sierra. Al poco tiempo desde la escalera interior de dicha torre me puse a pintar y a la vez imaginar un cartel de fiesta que por fortuna sería el elegido para anunciarlas en julio del mismo año.
Lo mejor de la buhardilla era subirme al tejado con el pretexto de limpiar los cristales de las claraboyas, para obtener mayor claridad; me sentaba sobre las tejas y el cielo encapotado de naranjas, malvas, rosas..., se recortaba por encima de la cúpula de San Cayetano y de un sinfín de antenas sobre las casas.
Los domingos, solíamos bajar a la plaza del Campillo, repleta de trastos y antigüedades que vendían los gitanos. ¡Nos encantaba!, con el tiempo conseguimos comprar alguna que otra pieza, además de traérnoslas hasta casa, pues Ricardo, un gitano de ley y vendedor, le pillaba de camino hacía su pueblo.
Otra delicia de la que disfrutábamos, era tomar cañas de cerveza y raciones de oreja con tu padre, en un bar de la calle de Embajadores, sin olvidar las verbenas al aire libre durante las fiestas de San Lorenzo, estando ya embarazada de Andrés.
Lavapiés era nuestro barrio, lo recuerdo chispeante y popular. No tenía precio ver a la señora de enfrente pasear a su pato y sus perros por la calle o como disfrutaban una familia de gitanos cenando en una mesa larga a lo largo de la acera. Como olvidar las trufas de la calle Mesón de Paredes, la señora y sobre tod0 el solado de plaquetas hidraúlicas, que de golpe y porrazo un día desapareció junto a la pastelería, claro, y se convirtió en un establecimiento chino.
Imposible olvidar el nacimiento de Andrés, el sol majestuoso se ponía aquella tarde de un frío enero, tres años más tarde la mirada pizpireta de Isabel, hizó que el nacimiento de mi hijo lo recordara más somnoliento, de cualquier modo los dos son lo más maravilloso que me ha sucedido hasta la fecha.
Recuerdo en una noche sofocante de verano, como nos volvimos locos recogiendo cilindros de cartón desechados de una tienda de tejidos, creyendo que me servirían para enrollar telas pintadas por mi. Nos gustaba mucho pasear por la Gran Vía a cualquier hora, de vez en cuando, siendo ya mayorcitos los niños, comíamos en la cafetería del Corte Inglés, en la planta octava; pedíamos la mesa que justo daba frente al edificio Capitol, al fondo como punto de fuga, la torre de Madrid y más al fondo las montañas descollando entre los edificios y debajo el bullicio de los coches y las aceras atestadas de gente.
Era agradable y lo sigue siendo ir al Círculo de Bellas Artes a tomar un café en un marco decadente y señorial a la vez o subir a la azotea desde donde se ve coronando todo el centro de la ciudad, el espléndido cielo de Madrid en cualquier época del año. Son muchos los recuerdos que atesora mi memoria, sería arduo repasarlos todos; ahora cuando vuelvo, es curioso, me convierto en un turista que regresa a su ciudad y necesita verlo todo para saber que está donde lo dejó, de esta manera sigo fabricando más recuerdos.
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GREGORIO GIGORRO "Gran Vía" Tinta y óleo sobre lienzo Firmado y fechado en 2.011 Medidas: 46,5 x 33,5
Aranjuez, 28 de diciembre de 2.012 |