Roque era un borrico muy risueño, de un gris reluciente, regordete, paticorto
y provisto de unas grandes orejas.
Lejos quedaban los años en los que era un burro de carga como tantos otros
en aquel pueblo, rodeado de montañas y tierras de cultivo, donde era
impensable la existencia del mal. Poco a poco los animales fueron sustituidos
por máquinas inmundas de un ruido sonoro y peor olor.
Y también poco a poco sus dueños un matrimonio ya mayor fueron envejeciendo
con él solos pues sus hijos se marcharon lejos en busca de otros horizontes.
Delfina y Anselmo un buen día decidieron cambiar también de aires con su rucio,
vendieron lo poco que tenían y se compraron una casita en un pueblo a la vera del mar.
Él se entretenía en el huertecillo criando todo tipo de hortalizas, verduras y algún que
otro frutal, Roque cambió la carga pesada por una más liviana es decir pasear de arriba
a abajo a todos los niños que venían a veranear con sus padres cada año.
El animal se relamía cada vez que los pequeños le obsequiaban a escondidas con sus
chuches, enseñando su dentadura al reírse. Echaba de menos a sus compañeros de fatigas,
pero esta vida le parecía mucho más descansada.
De la plaza de los naranjos partía cada paseo del ramal de Anselmo quien se ayudaba con
cada carrera a su pequeña jubilación.
Un día encontrándose parado en dicho lugar, una cabra lo miró como si le conociera,
pero no se dijeron ni mu, hasta que más tarde, al llegar a casa cayó en la cuenta que era
Pepa, claro mucho más mayor, y se puso muy contento pues era de su mismo pueblo
la cabra en cuestión; volvieron a rememorar pasados tiempos, se veían y se contaban sus
travesuras, sus devaneos cuando estaban más ágiles, con el tiempo se fueron encariñando,
de esta manera logró olvidar aquellos compañeros con los que se cruzaba cada mañana al