Sobre los cipreses jóvenes y los pinos centenarios, como sombrillas gigantes, se extendía la llanura de tonos rosáceos, entre los azules suaves, formando surcos interminables, parecía una inmensa tierra de cereales en el firmamento. Se va acercando la mañana, el sol se va demorando para lucir en lo alto, los días se van acortando; las gentes, pasado el tedio del largo verano, parecen cansadas. Las calles se llenan de niños gritones y alegres que vuelven al colegio; en el campo comienza la vendimia. ¡Qué delicia, ver los racimos de uvas blancas y negras entre los pámpanos de las cepas a lo largo de los surcos! Podrían decorar las estancias celestiales al igual que las zarzamoras y la madreselva con ese perfume, impregnando todo lo que rodea en las noches de verano.
Los pueblos huelen a uva recién pisada, los huertos dan la mejor cosecha, aquella que sabe a gloria. Las mariposas se van marchando, las rosas y otras flores se han ido marchitando; la parra, aún frondosa va dejando caer las hojas secas que tapizarán el suelo, la hamaca a la que mi hijo habría pedido en matrimonio, pues le encantaba reposar sobre ella, espera que alguien se siente a que lleguen los atardeceres, ahora más tempranos, quizá más luminosos. Los barrenderos no sufren de melancolía precisamente ya que los paseos y avenidas van cubriéndose de un manto ocre. El olor a hierba recién cortada me trae a la primavera, el de la uva en los lagares al otoño.
Todo comienza a mudar su envoltura verde, para trocarla por los ocres, anaranjados, rojizos... Otra vez todo vuelve a empezar.
GREGORIO GIGORRO "Bajo la parra rojiza" Tinta china y acrílico sobre papel Firmado y fechado en 2.012 Medidas: 29,5 x 40,5 cm Aranjuez, 21 de septiembre de 2.012 |