No perdía detalle de la conversación de al lado; percibía en esa voz dulce y quebrada, mucho disgusto, una pena profunda; le relataba calmadamente su vuelta de un entierro de un ser querido, cuyos restos incinerados había depositado en el cementerio.
Cómo olvidar tanto cariño, tanta abnegación y fidelidad, en tantas horas de soledad, de vacío interior, a fuerza de lametones, de caricias sin esperar respuesta, de recibimientos ruidosos cada día de regreso a casa.
Pero el tiempo también paso factura al animal, que se volvió torpe de movimientos, sordo y casi ciego; ella se deshizo en atenciones, no era para menos, llevándole a los mejores veterinarios, pero ni por esas; su perro se encontraba desganado, le costaba un mundo llegar hasta el parque, ya no quería jugar con otros de su especie, ni hacer fiestas a los niños que allí jugaban, mayormente con sus abuelos.
Un día no mostró nada de apetito, sus ojos estaban apagados, su cuerpecito despedía un mal olor. Ella se empezó a preocupar seriamente, pero tenía que ir a trabajar; le dejó al cuidado de una buena amiga. Contaba las horas de la vuelta, durante toda la jornada estuvo pendiente del teléfono, menos mal que no sonó. A la llegada, el perro no salió a recibirla, estaba medio adormilado y por un momento se le iluminaron los ojos mientras le acariciaba, poco duró, estaba esperando a su dueña, para irse sin hacer ruido, pero tranquilo por haberla visto.
Qué curioso, hay primos que no veo hace años, ha pasado una semana de la muerte de un compañero debido a un accidente de tráfico y sin embargo ninguno de los dos casos me ha afectado ni la mitad. ¿Qué me vas a contar?, mi hijo mayor cuando viene al pueblo siempre se olvida de venir a ver a sus padres y a su hermana, por contra tenemos una gatita que todos los días, nos espera en la puerta; vivir para ver, le dijo la vecina de su asiento.
GREGORIO GIGORRO Abanico 2015 |
En Aranjuez a 18 de junio de 2015
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