Después de haber disfrutado de un viaje de novios de lujo, regresaron a la buhardilla, era su hogar. Su estancia en México había sido maravillosa, el país les encantó, les acogieron con cariño y lo más importante: consiguieron encargos; el mejor regalo de boda, fue realizar un lienzo de más de dos metros por dos sobre la Gran Vía, destinado a una casa particular, un sueño; además de contactar con Galerías, visitar Museos y bailar, ¡qué baile más encantador se marcaron en la última planta de la torre Iberoamericana o bajo la carpa de la plaza Morelos. Se sentían como en casa, pero había que volver con sus maletas llenas de vivencias nuevas y muchos regalos para sus familias.
Cargados como venían después de subir andando los cuatro pisos de rigor, llegaron y al abrir la puerta se encontraron lo que habían dejado: un habitáculo extrecho, caluroso, muy coqueto además de muy modesto. Ella, después de haber disfrutado de lugares ensoñadores era como si las vigas de madera centenaria se le vinieran encima. Él le dijó: "No te preocupes, nos vamos otra vez", y se marcharon hasta encontrarse frente al mar azul del sur. Pero siempre hay que volver, parece ser aunque es cierto que con alegría, pues había que cumplir con los encargos conseguidos durante aquel viaje. La casita estudio al tener reducidas dimensiones presentaba ciertas dificultades para llevarlos a cabo, pero ni que decir tiene se llegó a buen puerto; la buhardilla disponía de luz a raudales debido a las siete claraboyas en el techo y distribuyendo los espejos consiguió más profundidad colocándonos frente a los lienzos blancos, pues al tener mucha pendiente el tejado no podía alejarse porque se daba coscorrones en la cabeza; con el tiempo logró sortear todos los inconvenientes que no eran pocos.
Al no haber cocina, se las ingeniaban, preparando un sinfín de ensaladas, de platos precocinados; lo peor era el frío en el invierno y el calor en el verano, pero eran jóvenes y nada se les hacía cuesta arriba. Sin embargo el baño era generoso en proporciones, tenía luz por todos lados, incluso en el techo y una bañera que de forma ilógica había colocado en anterior dueño, también disponía de una lavadora que además de lavar, andaba. Lo más divertido de este asunto, fue comprobar como habían metido el aparato en cuestión por una puerta tan extrecha.
Pero lo mejor de todo era la tranquilidad, se encontraban en el centro de la ciudad, en un barrio castizo y alegre con el Rastro al bajar la calle. Recibían pocas visitas de sus respectivas familias, excepto las personas interesadas en ver sus trabajos. Solamente el padre de ella, siempre cariñoso con los dos, venía con frecuencia, salían a darse una vuelta o a tomar algo.
Así pasaron algunos años hasta que llegó el primer retoño y consiguieron otra casa porque no había sitio para los tres, aunque el estudio siguió funcionando como tal, cuando el número de la familia aumentó y aún antes, a los niños les gustaba venir y ver lo que había pintado su padre. Se sentía como en una especie de isla en medio de la ciudad, sin estar aislado de nada ni de nadie.
GREGORIO GIGORRO "El salto del caballito" Óleo sobre lienzo Firmado y fechado en 2.008 Medidas: 100 x 81 cm En Aranjuez a 8 de enero de 2.013 |
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