Dándole en la cara, el pálido sol de la mañana, recordaba aquella noche calurosa y lejana del mes de julio, cuando se decidió a tomar un autobús hasta Córdoba. El calor ascendía desde el asfalto de la calzada, las aceras estaban pringosas y él chorreaba de sudor hasta que dió con el andén desde donde partiría.
Seguro que enseguida, se quedó dormido, como cuando era pequeño y le mecían en su cuna. Debían de ser alrededor de las cinco de la madrugada, cuando llegó a su destino; dejando la avenida donde paró su autobús, se internó en la maraña de callejuelas tortuosas. Solamente la noche estrellada le acompañaba y él solo se sentía bien.
La ciudad desierta desplegaba todo su perfume en los recoletos jardines, donde sobresalían las altaneras palmeras; se acordaba de aquel árabe venido de Oriente, en el siglo VIII d.C. "Abderraman I", sobreviviente a la matanza de su familia, desde Siria trajo hasta aquí aquel árbol exótico; por el contrario las columnas esbeltas de orden corintio del templo en la calle de Claudio Marcelo al igual que los capiteles, frisos y otros despojos carcomidos por el tiempo, esparcidos sobre la plaza del Museo Arqueológico; le hablaban de su pasado romano.
Recorrió la calle de San Fernando, adornada con naranjos hasta desembocar en la plaza de la Corredera, austera y barroca, en cuyo subsuelo resuenan todavía los ecos de los combates entre gladiadores, pues allí estuvo el Circo Romano y mucho después, desde sus balcones se presenciaron todo tipo de celebraciones desde corridas de toros, autos de fé, mercados y hasta concursos de toda índole.
Bajo la luz de las farolas, el contorno de las cosas se desdibujaba, los recovecos eran más oscuros, más sugerentes; sin nadie por las calles y en penumbra, los colores desaparecían para dejar paso al oído, al tacto, al olfato, para sentir las fragancias de Oriente en un lugar que hace diez siglos fue el ombligo del mundo.
Deambuló por toda la ciudad, se acercó al rio grande al que se asoma desde la torre de la Mezquita-Catedral, las cúpulas barrocas, las espadañas, mientras él discurría ancho y manso bajo los ojos del puente romano entre ruinas de molinos árabes. Cansado de tanta historia, buscó acomodo sobre un banco de piedra a la vera de una fuente que canturreaba levemente, rodeada de naranjos, macizos de flores y majestuosos magnolios; enseguida cayó rendido por el sueño.
El ruido de los pájaros sobre los árboles de la placita donde se encontraba, seguido del tañir de algún cercano campanario, le decía que la mañana, muy luminosa por cierto, había llegado; con ella, las ganas de descubrir a plena luz todo lo que había vislumbrado durante la noche.
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