Después de tanto ir y venir en tren por Europa, hicieron un alto en el camino, descansando unos días en casa de la hermana de su amigo en el sur de Francia, fue una estancia agradable al sol, bañándose en la playa y practicando francés. Su amigo no paraba de darle la tabarra, diciéndole: "Tienes que ir a Roma, a nosotros ya se nos ha terminado el billete"; pues éste, te daba derecho a utilizarle para viajar durante un mes en tren por el viejo continente, al haberse incorporado más tarde, él podría continuar sin ellos.
Su amigo Antonino consiguió que su hermana le prestara el dinero necesario; aunque se encontraba muy a gusto con ellos, decidió hacer aquel viaje solo.
Viajar en tren, es otra cosa; con poco dinero y sin ninguna prisa, te vas recreando en los lugares que recorres, recoges otros acentos, otras miradas; entras en contacto con otras personas como tú, que están deseosas de descubrir otros lugares. A los veinte años el mundo es algo nuevo que quieres indagar y desvelar y eso es tan excitante como divertido. Transcurrieron un montón de horas viajando, llegó por la mañana, por fín constataría lo que había deseado fervientemente.
¡Qué calor hacia en aquel mediodía de agosto, en la estación Termini de Roma!; cargado con su mochila y la ilusión a raudales, llegó a la ciudad soñada, ¡la madre del cordero!, como diría aquel. Al abandonar dicho lugar, descendió hasta las termas Dioclecianas, sobre la plaza había un montón de tenderetes donde vendían todo tipo de comida; se decidió por una rebanada grande de sandía, aliviándose de la sed que sentía. Tomó la via Nazionale, atravesó los foros de Trajano hasta el imponente Coliseo, desde allí subió a un autobús que le llevaría a San Pedro, se detuvo justo debajo de la columnata de Bernini; el chapoteo de las fuentes, le hacía pensar en una tarta gigante de merengue, sobrecogido por el espectáculo del conjunto, pensó: "Es igual que lo había imaginado".
A la sombra de las columnas descansó un rato, más tarde volvió a internarse en el maremagnum de cúpulas, fuentes, esculturas y palacios, callejeando por las intrincadas calles llegó al Panteón, ¡qué hermosura!
La tarde decaía y el calor también, pero él no cesaba de engullir disfrutando de toda la belleza que un joven era capaz de admirar en una sola tarde y en una ciudad como aquella. Cayó rendido con los pies hechos polvo, dentro de su saco de dormir a la vera de las murallas aurelianas como tantos otros jóvenes que viajaban de la misma manera.
Al otro día inició su regreso, tenía la impresión de haber disfrutado mucho en poco tiempo; aquello era un rebosante despliegue de historia desperdigada en tan poco sitio que sentía no haber lugar para un alfiler en aquel museo al aire libre. No supo a ciencia cierta si todo lo visto fue poco o mucho, pero si que le supo a gloria; ni que decir tiene que volvería, ya no tendría veinte años, ni era el mismo pero la ciudad si era la misma, aunque percibida de otra manera, preñada de hermosura desde sus orígenes hasta nuestros días, siempre eterna.
GREGORIO GIGORRO "Vedutta" Acrílico y tinta sobre cartón Firmado y fechado en 2.013 35 x 50 cm Aranjuez, 28 de marzo de 2.013 |
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