Y llegaron en un pis pas, una fría mañana del mes de Diciembre hasta Gran Vía esquina con Reyes Católicos, se apearon del taxi y comenzaron a pasear sin prisa hacia la Plaza Nueva; la acera recién regada brillaba, Isabel, la más pequeña de los cuatro, iba sentada en su carrito y su hermano de vez en cuando se agarraba a él, queriendo conducirlo. Pronto encontraron un lugar agradable, donde tomar un café que les reconfortara, festejando así su vuelta a Granada. Frente a ellos, se encontraba imponente, la Real Chancillería, ejemplo manierista del XVI, la iglesia de Santa Ana y en lo alto la torre de la Vela, vigilante como la proa de un barco imposible, coronaba el bosque, asomándose por encima de las casas.
La plaza a esas horas comenzaba a desperezarse, poblándose de sillas y mesas sentadas esperando a los clientes. Recorrieron la Carrera del Darro, sorteando los pocos vehículos que pasaban; siguiendo la ribera del río por donde paseaban un montón de gatos, iban disfrutando del rosario de monumentos, hasta que llegaron al Paseo de los Tristes. "Otra parada", esta vez en la fuente que adornaba dicho paseo. La impresión era majestuosa y mágica a la vez, como sacada de un cuento, desde lo alto descollaban las torres y murallas de la Alhambra. Subieron la Cuesta del Chápiz, internándose en el Albayzín, debido al desigual terreno, él llevaba en vilo el cochecito, otras veces recorría el pavimento empedrado haciendo que se meciera la niña sin querer, siempre saboreando los jardines íntimos, las iglesias, conventos y placitas que salpicaban este barrio tan sugestivo para ellos. Y llegaron, al Mirador de San Nicolás, se sentaron como tantas veces lo habían hecho los tres, ahora cuatro, dando la espalda a la Alhambra, rojiza y misteriosa, bajo el inmenso manto blanco de la sierra. Se hicieron la foto de rigor, y continuaron paseando en aquella mañana fría y luminosa de finales de Diciembre.
Al caer la tarde, se encontraban en la terraza del Alhambra Palace, un verdadero decorado cuajado de arabescos de principios del XX, que recordaba muchísimo a su nombre, desde la que se gozaba de una vista hermosa del Realejo, al poco cayó la noche cargada de humedad; después de beber un refresco en el interior, bajaron a tomar un autobús que les llevaría hasta el cercano mar. Al llegar a Almuñécar se dirigieron al hotel donde cenaron en un comedor grande y solitario, pues los únicos comensales eran ellos y disfrutaron de un verdadero festín, rodeados de mesas y sillas vacías.
El lugar estaba situado en la playa de San Cristóbal, era confortable, repleto de plantas que se derramaban desde lo alto, como si se tratara de una gigantesta cascada verde; debido a esas fechas, se encontraba decorado de flores de pascua, de renos iluminados y demás adornos que creaban un ambiente muy cálido.
Al día siguiente, andaron descalzos sobre la playa totalmente desierta, bajo el fuerte viento y la luz plomiza, lo cual no impidió que se metieran en el agua y jugaran hasta cansarse.
Entre paseos, una rica paella al sol, una visita al castillo, el día se fue abriendo, haciéndose más amable y regresaron a Madrid como habían llegado, "en un pis pas", celebrando la última noche del año con una copa de cava a bordo del avión de regreso. Era el treinta y uno de Diciembre de 2.001. Isabel tenía once meses y Andrés tres años, la verdad es que me parece que fue ayer.
GREGORIO GIGORRO "Los jardines del Partal" Acrílico sobre papel Firmado y fechado en 2.001 Medidas: 70 x 50 cm Aranjuez, 23 de Junio de 2.012 |
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