¡Quiero ver el mar!, pues vamos, le respondió. Una semana antes de acudir a la ineludible cita con el médico, emprendieron el viaje; cruzaron campos y campos hasta llegar a una ciudad completamente amurallada, recoleta e íntima, como una noche de amor. Desayunaron en una plaza hermosa, sentados al sol; disfrutaron paseando sin prisa, saboreando alguna iglesia románica, alguna portada renacentista y algún que otro pastel típico del lugar.
Prosiguieron el viaje hasta la siguiente ciudad, antes de llegar, a lo lejos, en el horizonte, se divisaba el color arena de la parte vieja, con sus dos catedrales descollando sobre todo el conjunto, coronando la colina, mirándose en el río.
Y otro descanso, ya que no tenían prisa por llegar al mar; ante ellos orgullosa y magnífica se erguía la Clerecía, San Esteban, el colegio de Anaya, la iglesia de la Purísima "soberbio ejemplo del mejor barroco de Salamanca", adonde llegaron pasado el medio día, se pasearon por su historia labrada primorosamente durante siglos, descansaron de tanto ajetreo, tomando un café en la Plaza Mayor; ella quedó maravillada ante el fabuloso espectáculo. Después siguieron rumbo hacia Portugal, Isabel estaba entusiasmada por el hecho de ir a otro país, se preguntaba: ¿Cómo será?, ¿cómo hablarán...? La noche cayó sobre el mundo, éste se volvió brumoso y oscuro, el paisaje estaba salpicado de lucecitas de vez en cuando y la autopista era un camino negro y solitario; ya habían cruzado la frontera. Decidieron quedarse en una pequeña ciudad que ocupaba la parte alta de un monte, donde soplaba el viento, no había mucha gente en la calle, quizá porque la noche era fría. Disfrutaron de una rica cena en un restaurante que olía a "familia" y más tarde durmieron en un hotel lleno de plantas pegado a la muralla. Al despertar descubrieron la catedral robusta y de piedra grisácea, enmarcada por la ventana de su habitación. Luego se dieron una vuelta por la ciudad y compraron algo para recordarla. El paisaje se volvió verde, los pinos se agolpaban a ambos lados de la carretera, el aire era limpio, los tejados rojos de las casas ponían el contrapunto a tanto verdor.
Llegaron a Porto al final de la tarde, se pararon en la playa de Matosinhos, para mojarse los pies; el sol, cansado de un largo día de junio, se preparaba para acostarse mientras Isabel sola correteaba por la orilla y las gaviotas parecían no quedarse a la zaga. ¡Era un espectáculo!
Porto, es una ciudad cargada de edificios forrados de azulejos azules, de torres barrocas, ¡Qué hermosa es la estación de San Bento!, de cafés decadentes y tranvías amarillos que cruzan el río Duero, ya casado con el mar, a través de puentes majestuosos que desafían a la gravedad... Fue una visita muy agradable.
Regresaron a cumplir con su cita, ya en el hospital, al suministrarle la dosis pertinente, la enfermera le dijó: "Piense en algo bonito". Ella se acordó del mar, del inmenso mar que da calma, del mar como un camino sin bordes, repleto de sus sueños. Poco más tarde, cayó rendida.
GREGORIO GIGORRO "La playa" Acrílico sobre papel Firmado y fechado en 2.012 Medidas: 30 x 50 cm Aranjuez, 4 de julio de 2.012 |
El mar ....uno de mis grandes amigos, cómplice de mis angustias. Me relaja, me oye, va y viene hasta que escucha cuanto le cuento, ¡cuánta fuerza me da!!!!. Inmenso su poderío.
ResponderEliminarCuánta compañía me hace el ir y venir de sus olas, cuántos susurros al oido, todo se arreglará, todo llegará, ....una ola rompe y no se entristece porque sabe que su hermana, su amiga viene detrás, sin prisa...sin pausa. Fuerza eso es lo que transmite y si miras al horizonte.......¡uy casi al borde del precipio! No te preocupes que si crees que vas a caer otra ola te recogerá y te llevará a lomos de su cresta.
un gran beso para los tres.
un placer teneros.
Carmen (Madrid)