domingo, 30 de julio de 2017

LA CENA (Segunda parte)


De golpe, se le aparecieron aquellos hombres tristes portando el cuerpo sin vida de su Abelardo; como todos los días habían comido los cuatro juntos, después se habían echado una siesta, aprovechando que las pequeñas también dormían; a esas horas no había un alma por las calles teñidas de un polvo molesto, venido del altiplano.
A media tarde se marchó, porque tenía que ver a un fulanito para hablar de no sé qué trato, despidiéndose como lo que eran, dos recién casados.
El caso es que cuando el sol dejaba paso a las estrellas ya había muerto o mejor dicho, había sido asesinado;  veinticinco años segados de un tajo, de un golpe de gatillo derecho al corazón. Le tendieron en la mesa de la cocina, larga como era, para acoger la corpulencia de un hombre sano y robusto, su viuda de ojos verdes como la selva se quedó boquiabierta para dar paso al lamento, a las lágrimas desesperadas, mientras limpiaba con primor la sangre de su amor, había sido su novio desde la escuela, tenía trece años, él tres más. Sintió un brazo fuerte rodeándola, era su cuñado de similar apariencia física, tanto que a veces le confundían, intentó tranquilizarla con ternura, poco a poco los lloros dejaron paso a los gemidos, más tarde a los suspiros y por último al silencio más absoluto, con la mirada en otro mundo. Recordaba aquella ocasión cuando le agarró de la mano diciendo: -Te invito a la puesta de sol en la laguna-.
Ella se perdió en el azul acuoso de su mirada, sonrió sin rechistar, apretándose las manos, al volver cayó una tormenta pero nada les afectaba, no pararon de reírse hasta que escampó.
“Nunca volverá a abrirlos, a llamar con su voz grave, a acariciarme con sus dedos delicados, no verá crecer a Isabel y a Aurora, no podremos…”
Rompió en lágrimas, lagrimones a raudales sin freno mezclados con gritos, pero para una mujer de veintidós años sin marido y con dos hijas pequeñas, la depresión era un lujo que no podía permitirse, de modo que siguió sacando provecho a la granja que les daba de comer aunque las ganancias no fuesen para tirar cohetes.
Se enteró con desconsuelo de las circunstancias del hecho fatal, al parecer mientras jugaban a las cartas, irrumpió un señor desconocido para todos, preguntando por Ambrosio, su cuñado. Abelardo le respondió que era su hermano, sin mediar palabra le disparó, desplomándose sobre la mesa de juego; sus compañeros se quedaron atónitos, paralizados, sin reacción alguna, fueron segundos densos; el desconocido huyó al galope en un caballo tordo. Antonia lejos de alimentar el rencor y la venganza se hundió en el trabajo para criar a sus niñas, sin darse descanso ni tregua.
El tiempo transcurría sin logran espantar a sus fantasmas que pesaban mucho más que trabajar de sol a sol todos los días.
Así decidió cruzar el charco para empezar de nuevo, animada por las buenas expectativas, según le habían contado personas que vivían en la antigua metrópoli. Antes de eso vendió mal y pronto sus pertenencias, no le importaba perder de vista su pasado si esperaba ganar más tranquilidad.
Una vez que se deshizo de todo, junto a sus hijas se vino a España, el amor de su vida estaba enterrado, decidió también enterrar para siempre la llegada de otro hombre, nunca más; solo se ama verdaderamente una vez.
Seguía vigilando con mimo la cena que estaba cocinando a fuego lento, como todo lo que tiene sustancia; repleta de los olores, del sabor de su tierra para ofrecérsela a sus familiares y amigos.
Los invitados ya empezaban a llegar, la puerta se abría para dar paso a los saludos, a las risas, la casa iba llenándose del griterío de los niños, del rechinar de las copas, de las bromas jocosas.
Isabel, su hija mayor entraba y salía de la cocina ayudando a su madre para que todo estuviera listo en tan señalada ocasión.
Al entrar de nuevo, junto con su prima le preguntó: -¿Mamita ponemos la vajilla de la abuela?-
Ella saliendo de su ensimismamiento la miró a los ojos y con firmeza le respondió: -Coloca la que compramos hace una semana, es nueva y mucho más alegre, hija-.

GREGORIO GIGORRO
GREGORIO GIGORRO
"Una mujer en la azotea"
Acrílico y tinta sobre tablilla entelada
Firmada y fechada en 2017
Medidas 24 x 19 cm

En Aranjuez a 30 de julio de 2017



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