Le gustó recibir la invitación de boda de su amiga
Helena, que tuvo lugar en un pueblecito de Palencia quince días después, no
podía faltar, era como una hermana, llegó muy temprano pues había pasado la noche en la capital,
madrugó mucho y muy de mañana llegó a las Clarisas de Astudillo, incluso pudo
antes visitar el museo aledaño, cuidado por las monjas. Marta observaba a su
guía, sentía la voz pausada, el silencio, la paz que emanaba de aquella mujer,
hablaron largo y tendido, pues era la única visitante a esas horas, tanto que
si no hubiera sido por el ruido de
coches y de los invitados se hubiera perdido la celebración.
Al terminar la
ceremonia se despidió de la religiosa, prometiendo volver a visitar el
convento.
A la primera sucedieron muchas visitas, llegando en
algunas ocasiones a quedarse a dormir en la pequeña hospedería, pero siempre
al regresar a su vida habitual se sentía
más relajada, mucho más despreocupada de sus obligaciones.
Un día respondió a la llamada de Gonzalo, cenaron
juntos, hicieron el amor, durmieron en la misma cama; al despertarse, se preguntó ante el espejo:
-¿Qué hago yo aquí?, él seguía dormido,
de puntillas salió de la habitación, se sentó en el coche y antes de marcharse,
echó en falta un pañuelo de cuello, regalo de él, pero no volvió, se fue sin
más.
Le resonaba en
su cabeza: “Solo hay ruido por doquier, si Dios te habla, no le puedes oír
debido al alboroto reinante”, justamente era lo que le había dicho la
hermana cuando se conocieron, lo tenía
grabado, fuera donde fuera, hiciera lo que hiciera, se repetía el mismo son, una y otra vez.
Ella, siendo el ojito derecho de su padre, siempre se
había esforzado por no defraudarle;
ahora empezaba a sentir una transformación, pues toda esa exigencia le
pesaba, estaba cansada de parecer y ser menos, de darse cuenta que vivía un
tiempo sin sustancia, sin valores, hueco.
“Hay que ayudar a los necesitados, rezar por los
poderosos para que cambien”, ese era otro mensaje de los muchos transmitidos
por aquella persona que conoció
en el convento.
Sonó el teléfono: -Dígame-
-Marta, te he despertado- No, qué va-
-Soy Gonzalo, ven pronto, papá
está muy enfermo, date prisa por favor, recalcó su hermano.
Su padre había sufrido un ictus que unido a su pobre
corazón, hizo el resto. Después de la consternación por su repentina muerte, los acontecimientos se precipitaron como la
cascada de un torrente desbordante; pronto comenzaron las reestructuraciones de
la empresa y las disputas entre ellos, hostigadas en buena parte por sus
cuñadas.
Le resbalaba absolutamente todo, ya no tenía que
contentar a nadie, de repente dejó de trabajar, un buen día llegó hasta el convento, se presentó ante la madre superiora
sin previo aviso y se quedó para siempre a vivir religiosamente.
La familia se sorprendió y se alegró a la vez, les
dejaba el camino libre para sus tejemanejes, Gonzalo dejó de llamar, pero supo
que sus andanzas habían mermado mucho, hasta quedarse con una chica de moral muy
distraída que había conocido en cierto momento embarazoso para él.
Llamaron a la puerta de la celda, -¿Quién es?-
-Tiene visita, hermana, era Helena con su marido y su hijito.
-¡Qué bien te encuentro!, exclamó después de abrazarla efusivamente.
-Quien a Dios tiene nada le falta, por cierto, dijo sonriendo -¿Cómo se llama
este niño tan guapo?, su nombre es Gonzalo, le respondió su amiga.
En Madrid a 23 de julio de 2017 |