Las
palmeras se recortan relucientes sobre el azul a un paso de la esbelta torre de
Santa María mientras ellos tomaban un café con churros sentados al sol; bajo
sus pies reposaban restos dejados al descubierto pues en el año 2002 toda la
Plaza de España se levantó para hacer un aparcamiento público, dejando a la luz
un estanque detrás de un templo romano además de diversas esculturas entre las
que destacaba la amazona herida, siglo II d.c. de la que se conservan tres
ejemplares más, custodiadas en prestigiosos museos europeos.
La
antigua Astigi romana fue una floreciente ciudad en el siglo I a.c. desde donde
se exportaba el aceite hasta Roma, a través del Genil navegable a la sazón,
aunque ya en época tartésica, siglo VIII a.c. fue un enclave importante.
Un paseo
por esta ciudad sevillana es una verdadera delicia, con un trazado sinuoso, por
sus calles blancas, de fachadas sencillas, ensalzadas por las portadas de sus
numerosos palacios; el de Benameji pongo por caso sede del museo arqueológico
donde se guardan además de la escultura antes mencionada una colección
reseñable de mosaicos romanos, o el de Peñaflor con su fachada cóncava de 59
metros de longitud, repleta toda de un trampantojo a base de angelotes,
guirnaldas enmarcando arquitecturas fingidas, se completa con un ingreso
elegante y rotundo. Desde su mirador se divisa el palacio de Valdehermoso
todavía habitado por sus propietarios, las torres de San Juan, San Gil, Santa
Ana así hasta 11, todas ellas barrocas, en las que se combina el blanco con el rojo
y con los remates cerámicos en su arquitectura.
Después
del paseo hace falta tomarse un tentempié a base de lomo de orza, ensaladilla o
salmorejo con una cervecita en un bar del lugar habiendo visto poco antes la
iglesia de los Descalzos, un verdadero delirio de decoración barroca, sin
olvidar el palacio de justicia, una sutileza nazarí de principios del siglo XX,
recorrido por un zócalo cerámico admirable, a tiro de piedra del monumento
anterior.
La
tarde hace acto de presencia, se alargan las sombras, siguen caminado sin rumbo
fijo a lo largo de las calles guiados por las torres gráciles, tras de sí dejan
el palacio de Palma, de sopetón se topan con los muros maltrechos de la iglesia
de Santa Cruz muy perjudicada por el terremoto de Lisboa, acaecido en el siglo
XVIII; la inconclusa catedral da fe de ello en el interior, de trazas
bramantescas y decoración clasicista.
Frente
a ellos el silencio se convierte en algarabía de pájaros revoloteando entre el
fucsia exuberante de la buganvilla que ocupa parte de una hermosa fachada,
mientras a los pies un gato expectante por si cae alguna presa.
Regresan despacio atravesando la plaza de San Gil ocupada en gran parte por el templo del mismo nombre, dejando a un lado excavaciones en el Alcázar donde se han encontrado restos de casas de época romana. Hasta llegar al paseo de San Pablo flanqueado de palmeras a la vera del río; a esas horas el sol perezoso va despidiéndose de este lugar inolvidable que ha dejado una huella imborrable en ellos, como no podía ser de otra manera; porque Écija es para quitarse el sombrero.
Mirador del palacio de Peñaflor Ecija En Aranjuez a 31 de octubre de 2021 |