“Por mucho que llores, siempre será
más grande el mar”.
Antonia no paraba de mover la sopa humeante sin
perder de vista las otras cazuelas que copaban todos los fuegos controlando el
buen camino de sus guisos, la cocina en sí era una olla exprés, el vapor
invadía todos los rincones, solo la ventana entreabierta dejaba entrar un poco
de aire fresco; se diría que se encontraba en el trópico, donde el calor
sofocante inunda todo, empapándolo de una humedad pegajosa.
De allí vino
ella, hace ya treinta años largos hasta un lugar remoto, separado por un
océano, con sus dos hijas para comenzar una nueva vida; con la ayuda de otros
compatriotas que vivían aquí, pronto consiguió trabajo, instalándose en un
pueblo agradable y tranquilo donde las niñas crecieron y crecieron, más tarde
se casaron, después la hicieron abuela, pero nunca quiso regresar a ese mundo,
donde las orquídeas rodean las carreteras, los mangos se caen de los árboles y
siempre es primavera.
Al remover el
caldo del perolo más grande, lo probó, de la cuchara de madera subió hasta su
nariz un intenso sabor a cilantro mezclado con limón, cubriendo todo su ser de
sombras, de recuerdos siniestros.
Ella, que se
había jurado no dejar un solo resquicio a la nostalgia, se hundió como los
garbanzos de un cocido, ni más, ni menos.
SEGUIRA...
En el Museo del Prado Aranjuez a 29 de julio de 2017 |