sábado, 4 de agosto de 2012

El retiro del César


Después de dejar el pueblo de Cuacos, tomaron la carretera en cuesta, llena de curvas que se abría paso entre los castaños frondosos del bosque, enseguida avistaron la tapia que rodea el monasterio de Yuste, lugar al que se dirigían. Es un sitio hermoso donde reina la calma, fue elegido por el emperador Carlos V para esperar la muerte, quizá guiado por la obra de su coetáneo Erasmo de Rotterdam ("Preparatione ad mortem"), después de abdicar y entregar el trono a su hijo Felipe.

Carlos, nieto de los Reyes Católicos, hijo de Juana de Castilla y Felipe de Borgoña, abandonó toda la pompa que conllevaba su posición: las lujosas armaduras de los Leoni, el palacio real de Toledo, las obras del de Granada, su amplia colección de pintura y relojes..., muchísimas pertenencias. Este hombre incansable que pasó toda su vida en guerra, eligió este lugar, aquejado por la gota para vivir una efímera paz que duró apenas veintidos meses. Cambió todo  por una vida monacal embutida en un entorno boscoso en las faldas de Gredos que miran al sur; desde allí se suceden todos los verdes imaginables hasta donde la vista puede alcanzar, donde el susurro de los arroyos compite con los tímidos surtidores de las bellísimas fuentes diseminadas por el monasterio jerónimo, mientras los pajarillos se columpian de rama en rama sobre los centenarios árboles.

Antes de emprender su último viaje, hizo que le trajeran alguna obra de su apreciado Tiziano, como el retrato de la emperatriz Isabel de Portugal, fallecida en 1.539 y otros más; para él fue la mujer de su vida, lo que no impidió que tuviese otras relaciones, fruto de una de ellas, nació Juan de Austria, que pese a ser educado cerca de su padre, nunca supo el parentesco que le unía a aquel señor que tantos favores le prodigaba.

No es díficil imaginar el ambiente que respiró el emperador, pues a pesar de los avatares de la historia, el monasterio conserva ese aire raro de sobriedad y de hermosura natural que proporciona la situación en la que está enclavado; sobre todo cuando todos los visitantes se marchan después de disparar y disparar fotos y la fuente de la galería se siente más, los gorjeos de las aves también y cuando te aproximas a la barandilla porque así lo exige el rojo rabioso de las salvias, miras al horizonte verde, que te quiero verde, y te dices sin articular palabra: "¡Dios mío, qué bien se está aquí!"

GREGORIO GIGORRO
"Cabeza de caballo"
Técnica mixta sobre  lienzo
Firmado y fechado en 2.012
Medidas: 30 x 25 cm


Aranjuez, 1 de agosto de 2.012

miércoles, 1 de agosto de 2012

Tormenta de verano



"¡Va a llover!", cantaba un niño rubio dando vueltas mientras pedaleaba en su triciclo, una niña también cantaba: "¡va a llover!, una madre decía: "parece que va a llover, huele a tierra mojada". Ellos paseaban bajo el cielo azul oscuro y las voces de aquellos niños no dejaban de hacerles cosquillas en el oído, enseguida llegaron al jardín saludando a los árboles rosas y a los jarrones de caras blancas y risueñas, después casi de repente apareció ante sus ojos una plaza elíptica, regada por un montón de aspersores que mojaban a un niño montado en su bicicleta sobre la hierba; el cielo seguía oscureciéndose mientras el viento movía los árboles del jardín.


Y la noche siguió su camino y la lluvia el suyo, y llovió, ¡vaya qué si llovió!, el cielo se pobló de rayos y relámpagos, no paraba de diluviar; empezaron a correr los arroyos, las canales desaguaban el agua de los tejados y el viento barría las hojas de los desiertos paseos. Sentado en su hamaca,  veía caer la continua  cortina de agua, sin moverse pues sabía que habría tormenta aquella noche de verano, después de un día largo y pegajoso.


Gregorio Gigorro
GREGORIO GIGORRO
"El jardín"
Acrílico sobre papel
Firmado y fechado en 2.010
Medidas: 48 x 34 cm




Aranjuez, 31 de julio de 2.012

jueves, 26 de julio de 2012

La excursión



La cabeza le bullía con la multitud de imágenes hermosas, después de visitar el palacio y la deliciosa Casita del Príncipe. La comida que tomaron les alivió del cansancio y del calor pegajoso, el tedio les comenzaba a invadir pero ello no fue obstáculo para visitar el Cristo del Pardo pues se encontraban a tiro de piedra de allí. En el interior reinaban el frescor y el silencio, sentado en un banco recorría plácidamente el lienzo majestuoso de Ricci que a modo de retablo llenaba la cabecera de la iglesia, reconstruida después de la guerra civil. La Virgen representada en todo su esplendor, rodeada de ángeles en la parte superior, estaba escoltada en la inferior por dos santos (San Pedro y San Francisco), mirándola extasiados, ¡qué lujo estar solos ante tal obra!, a un paso se encontraba la escultura yacente de Cristo, iluminada bajo la cúpula, dando la impresión de estar bajo un catafalco digno de un rey, no era para menos; la obra derramaba a raudales toda la tristeza y el recogimiento que uno pueda imaginar.

Afuera el ruido sordo de las cigarras les hablaba manifiestamente de una hora, en la que el mundo está desierto de gentes y solamente personas como ellos, se aventuraban a disfrutar de momentos sublimes, sin ser molestados por nadie. ¡Y pensar que a diez minutos de allí la autopista se encontraba atestada a esas horas!, ¡cuántos paraísos nos perdemos estando tan cerca! Después de refrescarse la cara en una fuente continuaron su viaje hacia la montaña, sin importarles el calor que les esperaba.

Efectivamente, la autopista estaba a rebosar de vehículos, pues era viernes y multitud de personas cada fín de semana intentaban escapar de la monotonía; una vez superado el tapón de la circulación, ellas se echaron una siestecita y él se desvió para tomar otro camino hacia la montaña, se dieron un respiro en una fuente sólida y hermosa.Él se acordó de cuando era pequeño y con su familia paraban en ese mismo lugar para refrescarse, al poco rato comenzaron a descender y continuaron gozando de un paisaje boscoso con un montón de curvas, hasta llegar a La Granja de San Ildefonso, diminuto si se ve a lo lejos bajo la inmensa montaña y con mucho empaque cuando se pasea por sus hermosos jardines. ¡Qué buen gusto tuvieron Felipe V e Isabel de Farnesio!, comprando esa propiedad a los religiosos que la habitaban, no quisieron competir con la escarpada orografía, al contrario la domesticaron y la poblaron de fuentes bellsimas; ahora nosotros gracias a ellos disfrutamos de toda una historia mitológica petrificada, bien cuidada, con sus frondosos parterres, llenos de flores. Fue el primer lugar donde la niña quedó sorprendida cuando vió las esculturas diseminadas por dicho lugar.

Como el día daba para más, él deseaba llevarles hasta la cercana Segovia, allí rodearon la ciudad, subiendo hasta Zamarramala, desde donde se contempla todo el hermosísimo conjunto monumental, descollando sobre éste, las torres de San Esteban, de la Catedral y del Alcázar, recortándose detrás la sierra como telón de fondo. La tarde caía, decidieron marcharse a casa tranquilamente cuando ya había oscurecido.


Gregorio Gigorro
GREGORIO GIGORRO
"Un paseo por el parque"
Óleo sobre lienzo
Firmado y fechado en 2.000
Medidas: 60 x 120 cm




Aranjuez, 27 de julio de 2.012

martes, 10 de julio de 2012

La huella de Roma


Todo el peso de la historia, fue sepultado por el tiempo, a medida que éste pasaba, echaba más tierra encima, de tal manera que borró casi totalmente aquello que un día floreció. Encima se cultivaron las tierras año tras año, bajo la mirada del único vestigio en pie "El Palatium"; quiso la casualidad que un día, el dueño del terreno mientras estaba faenando se topara, con restos antiguos y comenzó a excavar, poco a poco fueron apareciendo trozos de mosaicos, monedas, columnas, enterramientos y demás enseres.

Hasta la fecha, en el yacimiento de Carranque (Toledo) han salido a la luz, una villa Romana, restos de un edificio de díficil filiación y otro que parece ser un enterramiento. Dichos hallazgos, nos llevan hasta el reinado de Teodosio I el Grande (Siglo IV d.C.), perteneciente al Bajo Imperio Romano. 

La colección de mosaicos, ejecutados exquisitamente por distintos talleres musivarios, denotan la huella de Roma sobre nosotros. Los temas desarrollados, son por una parte decorativos, a base de círculos, rombos, cenefas y por otra parte mitológicos (Neptuno rodeado de animales fantásticos, Aquiles, la lucha de Adonis por el amor de Venus),  por citar unos ejemplos, ya que la vivienda se encuentra totalmente tapizada; la calidad de dichos hallazgos es digna de Pompeya, ello nos habla de su propietario, pues no escatimó medios para llevarla a cabo, en algunos casos, dichos medios eran privativos de la familia imperial, y el hecho de haberse descubierto una mesa de pórfido (mineral originario de Egipto), o las columnas de una sola pieza procedentes de Turquía, nos ponen en relación con alguien muy cercano al poder. Además, existen en la pequeña exposición del yacimiento, objetos procedentes de enterramientos como joyas, vasijas, etc, mostrados por cierto, de una forma muy acertada, para que los más pequeños puedan tomar contacto con nuestro pasado.  Otro hallazgo interesante es el llamado Palatium, a juzgar por el perímetro que ocupa, debió de ser un edificio de gran importancia y que fue utilizado con posterioridad por musulmanes, cristianos..., hasta llegar al siglo XX, durante el  cual fue dinamitado, para contribuir con su  material a la construcción de otros edificios.

Os hablo de una época, no la única, en que la historia estaba por encima de los acontecimientos, lo que se hacía, era para perdurar. Disfrutar de la vista de ésta colección de mosaicos es una delicia, es un billete para imaginar lo que debió de ser aquel paraje, en la actualidad, desierto y poblado de cigarras bajo un sol de justicia. Espero que pronto, se reanuden las excavaciones, para seguir desenterrando nuestro pasado y la memoria, siga viva. No lo olvides, ven a Carranque; para sentir la huella de Roma, no hay que ir tan lejos, si vives cerca.

Ni que decir tiene que el legado romano en nuestro país es tan extenso como rico, pensad en las ruinas de Segóbriga, Valeria, Clunia, Merida, Tarragona y tantísimas otras.


Gregorio Gigorro
GREGORIO GIGORRO
Boceto de jarrón grecoromano
Bolígrafo y acrílico sobre papel
Firmado y fechado en 2.012
Medidas: 35 x 25 cm

miércoles, 4 de julio de 2012

Un viaje hasta el mar



¡Quiero ver el mar!,  pues vamos, le respondió. Una semana antes de acudir a la ineludible cita con el médico, emprendieron el viaje; cruzaron campos y campos hasta llegar a una ciudad completamente amurallada, recoleta e íntima, como una noche de amor. Desayunaron en una plaza hermosa, sentados al sol; disfrutaron paseando sin prisa, saboreando alguna iglesia románica, alguna portada renacentista y algún que otro pastel típico del lugar.

Prosiguieron el viaje hasta la siguiente ciudad, antes de llegar, a lo lejos, en el horizonte, se divisaba el color arena de la parte vieja, con sus dos catedrales descollando sobre todo el conjunto, coronando la colina, mirándose en el río. 

Y otro descanso,  ya que no tenían prisa por llegar al mar; ante ellos orgullosa y magnífica se erguía la Clerecía, San Esteban, el colegio de Anaya, la iglesia de la Purísima "soberbio ejemplo del mejor barroco de Salamanca", adonde  llegaron pasado el medio día, se pasearon por su historia labrada primorosamente durante siglos, descansaron de tanto ajetreo, tomando un café en la Plaza Mayor; ella quedó maravillada ante el fabuloso espectáculo. Después siguieron rumbo hacia Portugal, Isabel estaba entusiasmada por el hecho de ir a otro país, se preguntaba: ¿Cómo será?, ¿cómo hablarán...? La noche cayó sobre el mundo, éste se volvió brumoso y oscuro, el paisaje estaba salpicado de lucecitas de vez en cuando y la autopista era un camino negro y solitario; ya habían cruzado la frontera. Decidieron quedarse en una pequeña ciudad que ocupaba la parte alta de un monte, donde soplaba el viento, no había mucha gente en la calle, quizá porque la noche era fría. Disfrutaron de una rica cena en un restaurante que olía a "familia" y más tarde durmieron en un hotel lleno de plantas pegado a la muralla. Al despertar descubrieron la catedral robusta y de piedra grisácea, enmarcada por la ventana de su habitación. Luego se dieron una vuelta por la ciudad y compraron algo para recordarla. El paisaje se volvió verde, los pinos se agolpaban a ambos lados de la carretera, el aire era limpio, los tejados rojos de las casas ponían el contrapunto a tanto verdor.

Llegaron a Porto al final de la tarde, se pararon en la playa de Matosinhos, para mojarse los pies; el sol, cansado de un largo día de junio, se preparaba para acostarse mientras Isabel sola correteaba por la orilla y las gaviotas parecían no quedarse a la zaga. ¡Era un espectáculo! 

Porto, es una ciudad cargada de edificios forrados de azulejos azules, de torres barrocas, ¡Qué hermosa es la estación de San Bento!, de cafés decadentes y tranvías amarillos que cruzan el río Duero, ya casado con el mar, a través de puentes majestuosos que desafían a la gravedad... Fue una visita muy agradable.

Regresaron a cumplir con su cita, ya en el hospital, al suministrarle la dosis pertinente, la enfermera le dijó: "Piense en algo bonito". Ella se acordó del mar, del inmenso mar que da calma, del mar como un camino sin bordes, repleto de sus sueños. Poco más tarde, cayó rendida.



GREGORIO GIGORRO
"La playa"
Acrílico sobre papel
Firmado y fechado en 2.012
Medidas: 30 x 50 cm



Aranjuez, 4 de julio de 2.012







sábado, 23 de junio de 2012

Sobre Granada



Y llegaron en un pis pas, una fría mañana del mes de Diciembre hasta Gran Vía esquina con Reyes Católicos, se apearon del taxi y comenzaron a pasear sin prisa hacia la Plaza Nueva;  la acera recién regada brillaba, Isabel, la más pequeña de los cuatro, iba sentada en su carrito y su hermano de vez en cuando se agarraba a él, queriendo conducirlo. Pronto encontraron un lugar agradable, donde tomar un café que les reconfortara, festejando así su vuelta a Granada. Frente a ellos, se encontraba imponente, la Real Chancillería, ejemplo manierista del XVI, la iglesia de Santa Ana y en lo alto la torre de la Vela, vigilante como la proa de un barco imposible, coronaba el bosque, asomándose por encima de las casas.

La plaza a esas horas comenzaba a desperezarse, poblándose de sillas y mesas sentadas esperando a los clientes. Recorrieron la Carrera del Darro, sorteando los pocos vehículos que pasaban; siguiendo la ribera del río por donde paseaban un montón de gatos, iban disfrutando del rosario de monumentos, hasta que llegaron al  Paseo de los Tristes. "Otra parada", esta vez en la fuente que adornaba dicho paseo. La impresión era majestuosa y mágica a la vez, como sacada de un cuento, desde lo alto descollaban las torres y murallas de la Alhambra. Subieron la Cuesta del Chápiz, internándose en el Albayzín, debido al desigual terreno, él llevaba en vilo el cochecito, otras veces recorría el pavimento empedrado haciendo que se meciera la niña sin querer, siempre saboreando los jardines íntimos, las iglesias, conventos y placitas que salpicaban este barrio tan sugestivo para ellos. Y llegaron, al Mirador de San Nicolás, se sentaron como tantas veces lo habían hecho los tres, ahora cuatro, dando la espalda a la Alhambra, rojiza y misteriosa, bajo el inmenso manto blanco de la sierra. Se hicieron la foto de rigor, y continuaron paseando en aquella mañana fría y luminosa de finales de Diciembre.

Al caer la tarde, se encontraban en la terraza del Alhambra Palace, un verdadero decorado cuajado de arabescos de principios del XX, que recordaba muchísimo a su nombre, desde la que se gozaba de una vista hermosa del Realejo, al poco cayó la noche cargada de humedad; después de beber un refresco en el interior, bajaron a tomar un autobús que les llevaría hasta el cercano mar. Al llegar a Almuñécar se dirigieron al hotel donde cenaron en un comedor grande y solitario, pues los únicos comensales eran ellos y disfrutaron de un verdadero festín, rodeados de mesas y sillas vacías.

El lugar estaba situado en la playa de San Cristóbal, era confortable, repleto de plantas que se derramaban desde lo alto, como si se tratara de una gigantesta cascada verde; debido a esas fechas, se encontraba decorado de flores de pascua, de renos iluminados y demás adornos que creaban un ambiente muy cálido.

Al día siguiente, andaron descalzos sobre la playa totalmente desierta, bajo el fuerte viento y la luz plomiza, lo cual no impidió que se metieran en el agua y jugaran hasta cansarse.

Entre paseos, una rica paella al sol, una visita al castillo, el día se fue abriendo, haciéndose más amable y regresaron a Madrid como habían llegado, "en un pis pas", celebrando la última noche del año con una copa de cava a bordo del avión de regreso. Era el treinta y uno de Diciembre de 2.001. Isabel tenía once meses y Andrés tres años, la verdad es que me parece que fue ayer.




GREGORIO GIGORRO
"Los jardines del Partal"
Acrílico sobre papel
Firmado y fechado en 2.001
Medidas: 70 x 50 cm





Aranjuez, 23 de Junio de  2.012
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jueves, 14 de junio de 2012

La fiesta grande de Toledo



El espectáculo era tan hermoso ante mis ojos de niño, que hacía más soportable el calor de aquella mañana de julio; la primavera se había instalado entre nosotros mostrando todo su esplendor. El gentío apretujado se agolpaba a ambos lados de la calle, mientras el cortejo avanzaba solemnemente sobre la alfombra confeccionada con romero, lavanda y espliego, desparramando todo su perfume. 


Era la procesión del Corpus Christi en Toledo, ese día todo el boato y la fastuosidad de la iglesia discurrían por el recorrido tortuoso de la ciudad engalanada. Los estandartes bordados en oro, las autoridades tanto civiles como eclesiásticas vestidas para la ocasión, el arzobispo ataviado ricamente bajo palio, los niños vestidos de comunión y la Custodia, hermoso ejemplar de orfebrería del renacimiento, obra maestra en su género de un tiempo en el que las cosas se hacían para perdurar, era llevada por porteadores vestidos a la usanza del siglo XVI. La banda de música ponía el contrapunto sonoro a tanto color acompañado de las campanas de la catedral. Todo discurría bajo los toldos colocados sobre lo alto y a lo largo del recorrido para suavizar aquel sol de justicia que dejaba entrever un cielo añil intenso.


Mis ojos se llenaban del calor, del color añil, de tanto lujo desplegado ante mí, la piel se me volvía de gallina y los ojos se volvían rojos de emoción y el sudor me chorreaba por la cara. Ha pasado muchísimo tiempo desde aquella mañana y sin embargo siempre que vuelvo a Toledo y lo hago con frecuencia,  me sigo emocionando por las mismas cosas, siempre descubro algún detalle nuevo, algún rincón que se me escapa, alguna cosa por la cual esta ciudad me sigue fascinando.



GREGORIO GIGORRO

GREGORIO GIGORRO
"Desde San Ildefonso"
Óleo sobre lienzo
Firmado y fechado en 2.005
Medidas:60 x 60 cm



Aranjuez, 14 de Junio de 2.012